Japón sufre en sus propias carnes la sangrienta inauguración de la era de los bloques antagónicos que marcará toda la segunda parte del siglo XX. Aquel aciago agosto de 1945 el vientre del bombardero tipo B-29 bautizado como Enola Gay dio a luz a un hongo monstruoso sobre Hiroshima que quedará para siempre como la iconografía del fin de los tiempos. Unos días después la ciudad portuaria de Nagasaki es igualmente borrada del mapa forzando la rendición de las armas niponas y subrayando el aviso a los nuevos enemigos potenciales de los Estados Unidos, la Unión Soviética. Pero el inconsciente colectivo japonés acarreará desde ese verano el miedo irracional a la destrucción total y sobrenatural a la que ninguna fuerza humana puede hacer frente.
Ese trauma se traducirá en los años cincuenta en un nuevo género cinematográfico protagonizado por monstruos gigantes, a menudo especies mutantes por la radioactividad de las armas nucleares, cuya ira se traduce en no dejar piedra sobre piedra de las ciudades del sufrido archipiélago. Son las películas del saurio Godzilla —la primera y original estrenada en 1954—, y de sus pintorescos sucesores, que no tienen por qué ser lagartos, puesto que militan en el elenco desde tortugas, Drugstore_Godzilla y los monstruos de la bomba hasta polillas y cefalópodos gigantes tipo sepia, como el horripilante Dogora de Uchū Daikaijū Dogora de 1964.
Pero todo este aparente carnaval de criaturas destructivas tiene su correspondiente etiqueta dentro de los cánones de la cultura popular, el género se denomina ‘kaiju eiga’, que en japonés quiere decir previsiblemente ‘película de monstruos’, aunque con un acento especial, difícil de traducir al castellano, en las características sobrenaturales, y en ocasiones casi divinas, de los ejemplares protagonistas. Nuestro monstruo de cabecera, el inmenso Godzilla, surge de la mente y del buen hacer de Ishiro Honda —al que se sumó en entregas posteriores el no menos grande Jun Fukuda—, trabajando para una productora, Toho, empresa que nació en los años 30 financiada por una compañía de ferrocarriles para poner en escena obras de ‘kabuki’, un género de teatro japonés.
Ya en la misma década se convierte en un potente ariete del cine nipón que, después de la guerra mundial, exporta filmes a Estados Unidos. Sin embargo, la producción en la primera mitad de los cincuenta de Gojira, que es como se llama en japonés Godzilla, abre la puerta a la especialización de la compañía en el género de las grandes criaturas con manías demoledoras. Y todo este rosario de filmes disparatados que abarca varias décadas es obra en gran medida de estos dos hombres, Honda y Fukuda, que firman casi entera la saga monstruosa.
A principios de los 70 José Luis Garci definía con gracia en un artículo sobre cine fantástico la estructura de las películas de monstruos gigantes: “1) Una explosión atómica despierta al monstruo o bien esa explosión produce una mutación: un reptil insignificante se transforma en un animal de mastodónticas proporciones. 2) La criatura hace su aparición, ataca y destruye varios pueblos; todavía poca cosa. 3) El monstruo ataca Tokio: es la gran secuencia de trucaje del film, donde se lucen los especialistas.
4) Las fuerzas del ejército utilizan todos los medios posibles, todos los adelantos bélicos, para destruir al animal, sin ningún resultado. 5) Momento de abatimiento general; vemos la huella del monstruo, la destrucción de las ciudades, el éxodo de las masas. Ya, para entonces, la actriz se ha enamorado del protagonista y comparten las calamidades. 6) Alguien, el científico joven, apunta la última posibilidad y… efectivamente, el monstruo se desploma entre grandes alaridos, destruido. Algo de amor y fin”. Esa es precisamente la trama de Godzilla y para la gestación de su protagonista, el primero de los monstruos de la bomba, el equipo de producción de Toho se inspiró en los grandes dinosaurios del Cretácico y del Jurásico, como el Plateosaurio o el Estegosaurio, en las placas dorsales, si bien supone un diseño lo suficientemente ajeno al rigor paleontológico para permitirle a los guionistas asumir todo tipo de licencias.
En cuanto al nombre del bicho, parece ser que es una conjunción del vocablo gorila con la palabra japonesa ‘kijura’, que significa ‘ballena’, y según cuentan las malas lenguas, era el mote de un orondo empleado de la empresa. Para la animación de la bestia se tomó la decisión de no utilizar la técnica de stop-motion (rodar fotograma a fotograma con muñecos articulados), como había hecho Eugène Lourié un año antes en la producción norteamericana El monstruo de los tiempos remotos, y en cambio utilizar a un actor disfrazado desplazándose sobre maquetas a escala.